Diderot, un pregonero del librepensamiento
Columna de opinión publicada por Filosofía&Co. el 2 de julio de 2021
Dos nociones contrapuestas pugnan al intentar entender los grandes acontecimientos históricos y sus protagonistas. Se piensa, a veces, que es la historia la que hace a los hombres, que la historia toma a este individuo o el de más allá de acuerdo a sus necesidades y que, ya no necesitándolos porque cambian las circunstancias, los va desechando tal como un cirujano coge y deja instrumentos a medida que va operando. Podría ejemplificarse esta noción con la Revolución Francesa, en que —como reza una frase recurrente— iba «devorando a sus hijos» a medida que ya no le servían.
La otra noción plantea que son los individuos, y particularmente aquellos sujetos grandiosos, los que hacen la historia y que la hacen, precisamente, con lo que tienen de más individual, de más propio e insustituible. De acuerdo a esta noción, por ejemplo, no vamos a comprender nunca la Roma de Julio César si no comprendemos a los grandes hombres de esa época, en especial al mismo Julio César.
Cuando se piensa en la Encyclopédie —ese magnífico compendio ilustrado del saber producido en el siglo XVIII en Francia y conformado por veintiocho macizos volúmenes, que tanto alboroto causó durante los veinticinco años que duró su publicación tomo tras tomo, y que asumió la figura simbólica del triunfo del pensamiento libre y secular contra todas las fuerzas retrógradas del Antiguo Régimen—, la balanza se inclina ostensiblemente hacia la última posición.
Aunque para escribir los casi 73.000 artículos complementados, con una ingente cantidad de ilustraciones, que componen los volúmenes de este Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios se contó con la participación de centenares de personas, la obra se asentó en los hombros tenaces de un pequeño grupo de individuos fácilmente identificable: el caballero De Jaucourt, D’Alembert, Rousseau, Voltaire, el barón d’Holbach y, en primerísimo lugar, Denis Diderot.
El empeño obstinado, la ingente capacidad de trabajo y el coraje indomable de Diderot para llevar adelante este proyecto y muchos otros en pos del librepensamiento queda manifiesto en la biografía de este philosophe que nos entrega Andrew S. Curran: Diderot y el arte de pensar libremente (Ariel, 2019).
Diderot aparece como un verdadero pregonero de lo que hoy se conoce como «humanismo secular»: el combate contra el conjunto de supersticiones, dogmas, injerencias sobrenaturales en lo legal y lo político, que perpetúan lo irracional en la sociedad y bloquean el predominio de la razón. Su enemigo era la Iglesia católica, institución poderosa en ese entonces como ahora y que ha significado, entonces y ahora, un confesado obstáculo a la libertad y al progreso de los seres humanos.
Escribe Curran: «Liberarse de la empalagosa comodidad del cristianismo no era un gesto irreflexivo ni interesado; se trataba de un acto serio, transformador y más fruto de la lucidez que de la ceguera. Puede que la idea más crítica que Diderot había tenido cuando dejó la Sorbona era que la gente razonable tenía derecho a someter a la religión al mismo análisis que a cualquier otra tradición o práctica humanas. Visto desde esta perspectiva, la misma fe católica podía ser racionalizada, mejorada y, tal vez, incluso descartada».
Pero Diderot con sus ideas no solo se enfrentó a la intolerancia eclesiástica, sino que luchó también contra el poder autoritario y la injusticia social. Un artículo suyo (publicado sin firmar) en el primer volumen de la Encyclopédie —sobre el tema de la autoridad política— comenzaba con la afirmación de que ni Dios ni la naturaleza han dado a nadie la autoridad indiscutible para reinar.
Curran señala: «[Diderot] plantea la peligrosa idea de que el verdadero origen de la autoridad política deriva del pueblo, y que este cuerpo político no solo tiene el derecho inalienable a delegar este poder, sino también a recuperarlo. Cuarenta años más tarde, durante la Revolución, los elementos más incendiarios de Autoridad política proporcionarían el armazón para el trigésimo quinto y último artículo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, que afirmaba no solo la soberanía del pueblo sino el derecho a resistirse a la opresión y el deber de rebelarse».
Así, también, para el philosophe el origen de la especie humana no tiene causa religiosa: todo lo que existe es el resultado de la actividad de la materia. Y, asimismo, abogaba por una educación libre, secular y experimental para los niños. Convencido de que el conocimiento no debía verse entorpecido por concepciones de mundo basadas en antiguos libros supuestamente sagrados, una educación liberada de estas cadenas no solo dignificaba al ser humano, sino que tenía un efecto necesariamente emancipatorio o transformador sobre el esclavizado y el ignorante. Estaba convencido de que la educación podía ser el motor del progreso social y moral de una sociedad.
A tres siglos del surgimiento de este pensamiento libre e ilustrado, el mensaje de Diderot sigue vigente. Resulta imperioso escucharlo para empezar a construir, de veras, sociedades más laicas, justas, tolerantes y solidarias.
Rogelio Rodríguez Muñoz
Licenciado en Filosofía
Magíster en Educación
Académico del Núcleo de Formación General U. Mayor