¿Creer es intrínseco a nuestra naturaleza?
Rogelio Rodríguez, académico del Núcleo de Formación General U. Mayor, analiza el libro "El instinto de creer" de Jesse Bering que plantea la idea de que es posible que se haya estado estudiando la cuestión de Dios de manera equivocada. "El problema de su existencia, creer en Dios, pertenece más al ámbito de la psicología que al de los filósofos, físicos o teólogos", dice. Aparición en Filco.es el 03 de junio de 2022.
En su libro El instinto de creer, Jesse Bering nos dispara una idea provocadora: es posible que se haya estado estudiando la cuestión de Dios de manera equivocada. A su juicio, el problema de su existencia, creer en Dios, pertenece más al ámbito de la psicología que al de los filósofos, físicos o teólogos.
¿Cuál es la tesis de Bering? En El instinto de creer. La psicología de la fe, el destino y el significado de la vida (Paidós, Barcelona, 2012) comienza indicando que, a estas alturas del progreso del saber, ya no podemos creer que la especie humana es muy superior a las restantes especies animales. La teoría darwiniana de la evolución ha desalojado ese mito. Sin embargo, esto no quiere decir que no haya diferencias biológicas entre nuestra especie y las demás.
Se ha pensado, en tiempos pasados, que el uso de herramientas, la monogamia, el amor, el juego, la guerra y el lenguaje constituían categorías conductuales exclusivamente humanas. Antropólogos, etólogos y primatólogos han eliminado —después de estudios y de experimentos con animales— uno a uno estos indicadores de la lista de rasgos humanos posiblemente únicos. ¿En qué somos únicos, pues? Bering nos responde: en que poseemos, de forma exclusiva, una teoría de la mente.
Concebimos en nosotros una mente —pensamientos, recuerdos, intenciones— y, aunque no las vemos en los demás, inferimos mentes en los otros y, a partir de esto, hacemos predicciones sobre su conducta. Esto, a juicio de nuestro autor, fue una gran ventaja evolutiva para nuestros antepasados. Escribe:
«El cerebro triplicó su tamaño, nos volvimos bípedos (de andar fluido sobre dos piernas), y el cráneo, el cinturón pélvico, las manos y los pies se reequiparon de manera espectacular. Sin duda, fue tiempo suficiente para que la selección natural fabricase unas propiedades cognitivas más o menos únicas con sede en el cerebro, propiedades que podrían explicar precisamente por qué, en la actualidad, nuestra especie se distingue de forma tan radical de las demás. Quizás la teoría de la mente se entiende mejor como una adaptación psicológica humana semejante a otros rasgos físicos de evolución reciente, como la pelvis, las manos y el cráneo especializados».
Teoría de la mente
Conceptualizamos estados mentales inobservables no solamente en las demás personas que nos rodean, sino muchas veces en objetos no humanos. Es decir, esta función cerebral que la selección natural brindó a nuestros antepasados y que hemos heredado hasta hoy es tan poderosa que, incluso, llegamos a aplicarla a categorías no apropiadas. ¿Quién no ha cubierto de improperios a su automóvil cuando no quiere partir? ¿O no ha dado un coscacho a su computador cuando se pone lentísimo o se queda pegado? El hecho de personalizar las cosas es una implicación de este rasgo evolutivo denominado teoría de la mente.
Y si exageramos al atribuir estados mentales a cosas que no tienen mente (empujados por esta función cognitiva de nuestro cerebro que nos permite explicar y predecir las conductas de los demás, condición que fue tan útil para la sobrevivencia de nuestros antepasados), no tenemos más que dar un pequeño paso para comprender que, movidos por nuestra teoría de la mente, también tendemos a suponer que, fuera de nosotros, hay un agente sobrenatural que vigila, sabe y se preocupa por los fenómenos del mundo.
«En cuanto frotamos y quitamos todas las baratijas teológicas y arrancamos el exótico plumaje intercultural de extrañas creencias religiosas de cualquier parte del mundo, tan pronto nos metemos en la piel de Dios, ¿no es, en realidad, solo una mente más, con emociones, creencias, conocimiento, entendimiento y, quizá por encima de todo, intenciones? ¿No están los teólogos desempeñando realmente el papel de traductores de Dios? Los libros sagrados, ¿no son simplemente un psicoanálisis detallado de Dios? Esta sensación extrañamente resbaladiza de que Dios nos creó ‘deliberadamente’ como individuos, ‘quiere’ que nos comportemos de determinada manera, ‘observa’ y ‘sabe’ acerca de nuestras acciones, por lo demás privadas, nos ‘transmite’ mensajes codificados mediante acontecimientos naturales y ‘pretende’ reunirse con nosotros tras nuestra muerte, también la experimentaron, de una u otra forma, nuestros antepasados del Pleistoceno».
Porque contamos, en nuestro bioprograma evolutivo, con una teoría de la mente, podemos comprender a los demás, discurrir sobre sus estados mentales y conocer que ellos nos observan, nos quieren, nos evalúan y nos critican. La teoría de la mente es, así, muy importante para la dinámica adecuada de las relaciones sociales. Pero nos impulsa también hacia ilusiones y creencias irracionales.
Creer en Dios no se implanta externamente
Las creencias religiosas —el hecho de creer en Dios— no vienen, entonces, implantadas externamente a los seres humanos por tradición, historia, cultura o enseñanza familiar, sino que conforman un rasgo intrínseco de nuestra naturaleza. Incluso, hasta los más escépticos y descreídos caen, a ratos, en preguntarse por las grandes y misteriosas cuestiones de la vida. Así, se puede no creer en Dios, pero suponer que la vida tiene una finalidad y un sentido, que existe el destino, que el universo está ordenado, que los sucesos naturales son una especie de mensaje, que hay algo más allá después de la muerte. Todas estas suposiciones —nos dice Bering— son producto de lo mismo: la evolución de nuestro sistema cognitivo (teoría de la mente) que nos permite desarrollar concepciones sobre estados mentales inobservables.
Tal vez la ilusión cognitiva de un Dios omnipresente y vigilante, que castigaba y premiaba conductas e intenciones, favoreció a nuestros antepasados, que dejaron de agredirse y se volvieron sociables, empáticos y colaborativos, desarrollaron una conducta moral y así sobrevivieron, por lo que sus genes se multiplicaron y tuvieron una larga descendencia que llega hasta nosotros. Para ellos fue útil el instinto de creer. Pero hoy, nos indica Bering, ya sabemos que nuestro sistema cognitivo natural nos provoca esta ilusión y que esta puede ser tan convincente que todavía hay algunos (muchos, en verdad) que se niegan a admitir que es una ilusión. Esto último, agrega, significa solamente que la adaptación funciona especialmente bien en nuestro caso.
Rogelio Rodríguez, académico del Núcleo de Formación General U. Mayor.