El oscuro horizonte de nuestras universidades
Columna publicada por El Mercurio el miércoles 1 de noviembre de 2017.
Hemos sido testigos en estas semanas de una de las discusiones más clarificadoras del último tiempo y que nos hacen visualizar meridianamente claro lo que les espera a nuestras universidades en el futuro cercano.
Para nadie es un misterio que Chile es un país pobre, con múltiples carencias y necesidades que el Estado, por definición, tiene la obligación de enfrentar, sin importar la ideología del gobierno imperante. La manera racional debe ser, entonces, priorizarlas, desarrollar programas para combatirlas y asignar los recursos para solucionarlas.
El primero de ellos, sin lugar dudas, es dar solución a esos 100.000 compatriotas que no tienen techo. Luego vienen tantos otros: la salud, la educación temprana, la seguridad ciudadana, la sustentabilidad, por nombrar algunos. La responsabilidad indica que hay ciertas prioridades que no pueden ni deben ser discutidas; solo cabe enmendarlas, sin estar sujetas a los vaivenes de los gobiernos de turno. Eso es lo correcto.
Sin embargo, en los últimos años, y a pesar de que todos conocemos y compartimos cuáles son las prioridades, se optó por una alternativa distinta que la sociedad en su mayoría no percibía como prioridad, dejando de lado lo verdaderamente importante. Quizá la ideologización primó sobre el sentido común. Y esta fue el término del copago y la gratuidad universitaria universal.
El sistema escolar funcionaba, se creaban colegios, los padres elegían libremente dónde educar a sus hijos y colaboraban en el financiamiento para educar a sus pupilos, se mejoraba la infraestructura educacional, se apoyaba a los colegios vulnerables. Las familias se encontraban conformes.
El sistema universitario también funcionaba, los hijos de las familias más vulnerables se educaban con un vigoroso plan de becas y créditos, y ningún alumno intelectualmente capaz se quedaba fuera del sistema por escasez de recursos. La cobertura se ampliaba, entregándoles a esos jóvenes las herramientas para enfrentar adecuadamente la vida, y, por adición, estábamos incrementando los niveles educacionales del país. Las universidades mejoraban en calidad, se robustecía el modelo de aseguramiento de certificación de la misma, los recursos competitivos para investigación existían, aunque insuficientes, por lo menos año a año aumentaban. En resumen, el sistema funcionaba.
Como en la vida nada es gratis, se aprobó una reforma tributaria, que en teoría financiaría esta decisión gubernamental. Sin embargo, algo pasó, o se calculó mal el costo de la gratuidad o se diseñó mal la reforma, pero los recursos no fueron los suficientes y simplemente no existen.
La primera de las reformas fue la gratuidad en el mundo escolar. Con dificultades se aprobó el proyecto y se comprometieron a través de la Ley de Presupuestos los incrementos que permitirían implementarla. No obstante, los aportes estatales para la gratuidad a los colegios no se asignaron y cuando la autoridad reaccionó ante la crítica transversal por el incumplimiento de esta promesa, encontró la genial idea de utilizar los fondos destinados a los alumnos más vulnerables del sistema escolar, para alcanzar la gratuidad escolar.
Sin embargo, lo que no se ha transparentado es que los recursos no existen porque se comprometieron para la gratuidad universitaria.
En las universidades, tampoco ha sido distinto. Se aplica la gratuidad vía glosa y como fija los precios a un valor menor al arancel real, las universidades comienzan a tener gigantescos déficits financieros. No sabemos exactamente cuánto le costará al erario nacional la nueva Subsecretaría de Educación Superior, la nueva Agencia de Calidad, ni tampoco la naciente Superintendencia de Educación Superior. Se suprimió el Aporte Fiscal Indirecto y el Estado fue demandado por aquello; se disminuyeron los aportes a la investigación científica y tecnológica y se descontinuaron las investigaciones antárticas. Las universidades estatales quieren una ley especial y, para calmarlas, les asignan recursos por otras vías, confundiendo el concepto de público con estatal. Nadie está de acuerdo con la reforma. Todo mal, pero el Gobierno, impermeable a las críticas, mantiene la gratuidad universal.
Vendrán otros gobiernos y las prioridades nacionales volverán a ser las que realmente el país requiere. Las universidades pasarán, nuevamente, a ser invisibles para el gobierno de turno; sin embargo, los déficits aumentarán, se deteriorará la calidad y los rectores conseguirán más o menos recursos dependiendo de la capacidad de lobby que tengan o que contraten. Se ven nubarrones y un oscuro horizonte para nuestras universidades.