Probidad para la galería: cuando el Estado se autorregula a sí mismo

Columna publicada en El Austral de La Araucanía el 01 de julio de 2025.


El Estado moderno, al menos en su versión republicana, se edifica sobre la premisa de que el poder debe estar sujeto a límites. Por eso, los principios de probidad, transparencia y, fundamentalmente, de control adquieren un valor estructural en todo régimen jurídico que se pretenda civilizado.

En el contexto chileno, el llamado "Caso Convenios" —surgido en 2023 y aún en investigación— reflotado estos días por la línea de investigación de la fundación Pro-Cultura, reveló las debilidades estructurales de nuestro sistema de control público. Según datos de la Fiscalía (2024), se investiga una defraudación por más de 89 mil millones de pesos a través de transferencias directas a fundaciones privadas, muchas de ellas con vínculos políticos y de amistad con autoridades de turno.

Lejos de ser un hecho aislado, este episodio confirma una tendencia institucional preocupante: la colonización del aparato estatal por redes clientelares, de la mano de grupos políticos alejados del sentido de la función pública.

Chile cuenta con un marco normativo que, en teoría, garantiza la transparencia: la Ley 20.285 sobre Acceso a la Información Pública (2008), la Contraloría General de la República y el Consejo para la Transparencia, entre otros, son parte de este diseño. No obstante, la eficacia de estos órganos se ve socavada y vulnerada cuando el principio de probidad, consagrado también en la Constitución Política y en la Ley 18.575, se interpreta solo como una aspiración y no como una obligación exigible y sancionable.

El problema no es solo el daño económico a las cada vez más vaciadas arcas fiscales y a quienes debían ser los beneficiarios directos de dichos fondos, sino la ausencia de consecuencias jurídicas reales.

La Comisión Asesora Presidencial para la regulación de la relación entre las instituciones privadas sin fines de lucro y el Estado (2023) propuso medidas razonables en cuanto a eliminar la irreprochable conducta anterior como atenuante para autoridades y funcionarios públicos que cometen delito por el mal uso de fondos públicos, entre varias otras. Sin embargo, en ausencia de reformas vinculantes y voluntad política, estas propuestas permanecen como gestos simbólicos más que herramientas reales de transformación institucional.

En suma, la gestión pública no puede depender de la buena voluntad, sino de una arquitectura institucional y normativa fuerte y moderna que nos permita retomar siempre el equilibrio necesario para la convivencia entre el Estado y nosotros. Cuando un sistema permite movilizar millones sin licitación, sin evaluación técnica y solo bajo criterios personales, no estamos ante una excepción, sino frente a un modelo que ha normalizado este modus operandi.

Andrés Bazán
Director Docente Postgrado de Derecho
Universidad Mayor sede Temuco