El origen de la violencia
Columna publicada en El Mostrador el 15 de noviembre de 2024.
La reciente tragedia en el Internado Nacional Barros Arana (INBA) nos obliga a reflexionar sobre la importancia de ser preventivos, en lugar de reactivos, frente a la violencia en el ámbito educativo.
Según la Superintendencia de Educación, en 2023 se registraron 12.530 denuncias, 14,8% más en comparación con 2022, y en este primer semestre (enero a junio) ya se han presentado 7.523 denuncias, por lo que si esta tendencia continúa es probable que las cifras de 2024 superen a las del año anterior.
Entre las denuncias se encuentran casos de “maltrato a estudiantes”, “discriminación”, “comportamiento o situaciones de connotación sexual” y “maltrato a adultos de la comunidad educativa”.
Este incremento refleja una alarmante tendencia que no podemos ignorar, ya que los actos de violencia no surgen de la nada y están precedidos por señales de advertencia y factores de riesgo que, si se identifican a tiempo, pueden ser intervenidos.
La adolescencia es una etapa crítica del desarrollo, en la que el cerebro pasa por una reconfiguración de la corteza prefrontal, responsable de la toma de decisiones, la planificación a largo plazo y la inhibición de comportamientos impulsivos. Como aún es una etapa de formación cerebral, los adolescentes están más propensos a comportamientos de alto riesgo y a la búsqueda de gratificaciones inmediatas, especialmente si están bajo la influencia de la presión grupal.
La amígdala, la parte del cerebro involucrada en la respuesta al miedo y la percepción de amenazas, tiende a estar hiperactiva en la adolescencia, lo que conduce a reacciones exageradas frente a conflictos percibidos y a interpretar situaciones ambiguas como hostiles.
En contextos donde la violencia es una respuesta aprendida o existe un sentimiento de injusticia o exclusión, combinado con factores neurobiológicos, se puede llegar a respuestas agresivas y peligrosas.
La educación debe ir más allá de la instrucción académica, incluyendo la gestión de conducta frente a emociones, la resolución de conflictos y la cultura del diálogo.
El Proyecto de Ley sobre Convivencia, Buen Trato y Bienestar de las Comunidades Educativas que se tramita en el Congreso debe incorporar la necesidad de una colaboración entre educadores, familias y autoridades, con un enfoque interdisciplinar.
La prevención no debe ser solo correctiva, por lo que es clave invertir en una educación que integre la comprensión del funcionamiento de las emociones para poder orientar el comportamiento y la salud mental desde la infancia. Solo así se reducirá la violencia y tendremos comunidades educativas más justas y sanas.
Verónica Pantoja
Directora académica del magíster en Neurociencias de la Educación
Universidad Mayor sede Temuco